Les decían los vampiros. Caminaban por el asfalto hirviendo, a paso lento y vestidos de implacable negro. Salían de noche a pasear a su perro, que era negro y se llamaba Fassbinder. Ella estudiaba Pedagogía en Castellano, y él trabajaba en una tienda de animales. No hablaban con nadie. Nunca sonreían. No había nadie en el barrio como ellos. Siempre les quise hablar, pero nunca me atreví. Desaparecieron de un día para otro. Años después, cuando yo trabajaba en una caja de cambio, aparecieron. Iban a comprar euros. Seguían juntos, seguían vestidos de negro.
Macarena Araya Lira, 31 años, Ñuñoa
Viajábamos por Vespucio en un auto robado. Era de noche y caía un granizo negro que apagaba lentamente las luces de la ciudad. Sin hablar, dimos tantas vueltas en busca de guarida que terminamos por conocer de memoria cada calle y paso nivel anegado. Con el rostro en los vidrios, mientras el auto se hundía, fuimos parte de la lluvia.
Cristian Rolf Foerster Montecino, 28 años, Ñuñoa
Se sienta en el borde de la piscina y mete tímidamente los pies en el agua. Su padre lo observa desde arriba del techo que recién terminaron de cambiar. Tírate nomás, le dice, los dueños de casa no están. Siente que su corazón se acelera y se quita la ropa lo más rápido que puede. Se sumerge despacio, sin hacer ruido, para que los vecinos no se den cuenta. Se hunde hasta tocar los azulejos del fondo y aguanta la respiración hasta que se vuelve insoportable. Nada y siente el sol pegando en su espalda. Cierra los ojos y flota.
Paulina Ignacia Ortega Contreras, 24 años, Maipú
Jugando en la cancha de tierra, el López le pegó fuerte a la pelota. Se fue lejos. Fui a buscarla y cayó en el techo de la vecina más pesada del pasaje. Ese día decidimos que nos gustaba más leer que jugar a la pelota.
Daryl Andrés Zavala Barrales, 6 años, Caldera
Voy caminando por las calles de Santiago, tengo que comprarme ropa y ando viendo las vitrinas. A los delgadísimos maniquíes la ropa les queda preciosa. Haciendo contraste se puede ver mi reflejo, con una cola de caballo desordenada, los tutos gordos y diez lucas en el bolso Kipling de imitación. Me da pena y me voy a mi casa. Estoy en el vagón del metro, las puertas se cierran y me veo. Sigo en vitrina.
Valentina Antonia Sandoval Toro, 16 años, Isla de Maipo
Y cuando traté de abrir la puerta de mi departamento con la tarjeta bip, supe que Santiago ya era parte de mí.
Claudia Ballarini Castro, 41 años, Ñuñoa
Le gustaba saltar en los charcos, mochila al hombro, con las botas negras de su hermano mayor. Ahora lleva al hombro los animales faenados, usa las botas blancas de la empresa y evita pisar los charcos de sangre.
Daniela Luisa Buchling Cornely, 71 años, Vitacura
Taco a la entrada de Quilicura. Micro 307. 14 personas, todas sentadas. Un pelirrojo tomando helado aparentemente de chirimoya; una pareja de enamorados al fondo; una señora dando pecho; dos escolares durmiendo, uno boquiabierto y el otro apoyado en el hombro de su amigo que duerme boquiabierto; una anciana leyendo el diario; cinco negros sentados al lado que da el sol. El chofer escucha una cumbia y canta «nunca me faltes, nunca me engañes».
Marcelo Rafael Ortiz Lara, 22 años, Quilicura
Levantaron un edificio al lado del nuestro. Ya no entra el sol por la ventana, ni se ve la luna desde la cama. Solo ventanas. Algunas iluminadas, otras cerradas. Adentro se mueven siluetas sin rostro. Me gusta apoyarme en el balcón y mirar. Pero cuando me ven, cierran las cortinas. Mi hermano me dice que es porque viven en una torre de 18 pisos, mientras nosotros estamos en un block de cuatro pisos. Yo no le hago caso, si a las finales, somos vecinos.
María Isabel García-Huidobro Moroder, 55 años, Ñuñoa
Despierto medio borracho entre malezas y flores silvestres. No recuerdo muy bien cómo llegué aquí, pero sospecho que eso podría ser una ventaja. Todavía tengo mi billetera entre mis cosas, muy buen indicio. En ella aún conservo una foto de mis padres, y de mi hermano muerto. Mientras analizo mi entorno con los ojos entrecerrados, mis manos, como obedeciendo a un mandato independiente a mi cerebro, palpan mi cuerpo en busca de heridas. Nada. El alcohol me pone cariñoso y olvidadizo. Espero no haber lastimado a nadie. Para la próxima noche de año nuevo pediré que me encierren con llave.
Ricardo Palma Fuentes, 25 años, Lo Espejo
Se amaneció cosiendo el disfraz para esa fiesta. Eligió vestirse de escorpión porque en el curso siempre lo hicieron sentir raro y peligroso al mismo tiempo. Al llegar, las luces de colores lo iluminaron a él, el único con disfraz, y a los demás burlándose, como siempre. Pensó en huir pero no había pegado lentejuelas seis horas para eso. Así que respiró profundo, entró a la pista de baile, formó un círculo alrededor suyo, lo marcó con vodka, le prendió fuego y cansado de tantos años de insultos, se clavó frente a todos su propio aguijón.
Belén Paulina Fernández Llanos, 30 años, Santiago
Estaba ahí: una oreja blanca, alargada y limpia que emergía entre la yerba del parque. El dedo certero de Ignacio, mi hijo de dos años y siete meses, lo indicó con el énfasis exagerado de un niño que no quiere hablar. Ansiosa, tomé mi celular y saqué la foto. Faltaba una bajada memorable para mi tweet. Pensé en orejas célebres. En la depresiva de Van Gogh, en la casi mutilada por Mike Tyson, en la surrealista de David Lynch y en la escena cruel de Tarantino. «Esta no es una oreja», escribí. Quedé conforme y volvimos a casa.
María Soledad Carlini Catalán, 34 años, Providencia